A CUATRO PATAS Y CON PELO LARGO

Al loro con la terapia con caballos. Preparaos para una sorpresa.Siempre he sido una persona bastante escéptica ante todo lo relacionado conterapias, meditaciones e inventos, en general, que suenen a espiritualidad newage y pose neojipi. Soy tremendamente urbano (criticón, oral, consumista, musical, cinéfilo, inseguro, teatrero, obsesivo y un pelo fashion victim) y todo lo que tenga que ver con la felicidad más emotiva o con mancharse las playeras o con una actitud demasiado campestre, así, de comienzo, me produce bastante rechazo. Las piedras calientes, los polvos de arcángeles, los avalorios de marfil, los círculos curativos, los espíritus del bosque, la ropa blanca y los cánticos tibetanos (cuencos incluidos) me quedan bastante a desmano, la verdad.

Como buen posmoderno con tatuaje y piercing, crecí educado en el cinismo y el sarcasmo como principal arma de combate, y no sólo creo en la desesperanza y en la defensa de la diferencia sino también en la aplastante implantación de lo práctico e inmediato (como una buena canción que en la primera escucha ya deja saberse perfecta y no necesita más que un instante para enamorarte) y consecuentemente, soy de los que se acercan a todo lo nuevo (cualquier esfuerzo, cualquier actividad que no se traduzca en resultados inmediatos) con mucho cuidado, con pereza y miedo, intentando que no me salpique demasiado, aunque mi actitud temeraria a menudo indique lo contrario. Cuando me propusieron la posibilidad de hacer terapia con caballos (equinoterapia, le llamaron aquel día), muchos de esos juicios y miedos se dispararon inmediatamente como proyectiles que se transformaban en frases (muy típicas mías) del tipo: ¿Qué tiene un caballo que enseñarme a mí? ¿De qué va este rollo, de andar con los caballos por el monte en plan excursión scout con bocatas? ¿Para qué? Ya no saben qué inventar…

No entiendo cómo se puede hacer terapia con un animal que ni siquiera habla – resumí.

Me acerqué (a cuántas otras cosas me he acercado así) a la equinoterapia con la mayor de las hostilidades posibles, con desgana, sabiendo más que todos (terapeutas y caballos incluidos), intuyendo que aquello no me aportaría nada nuevo salvo una pérdida de tiempo que podría haber sido aprovechada de muchas otras maneras más placenteras (bajándome música de internet, terraceando, enamorándome, leyendo, cineando, feisbukeando etc). La idea de pasar la tarde rodeado de caballos, con las botas llenas de barro y ese olor profundo, agrio e intermitente de las cuadras me resultaba muy poco «yo», como mínimo.

Además me resultaba insultante. Me sentía como un esquizofrénico con el que tienen que utilizar cualquier método posible ya que los canales corrientes no parecen aportar ninguna solución posible. Un caso perdido, vamos.

No sólo estaba tremendamente equivocado con respecto a esta disciplina y a mí mismo sino que, ante mi sorpresa, en pocos minutos descubrí (más que descubrimiento es una sensación en el estómago y en el pecho, una triste ilusión caliente, que se te planta ahí sin permiso y que no se va con facilidad) que se puede hacer terapia con caballos, vaya que si se puede. No sólo eso, en menos de una hora (botas llenas de barro y actitud campestre incluida, sonrisa a lo Heidi, además de una silenciosa felicidad) estaba convencido de que con los caballos se aprende más que con los terapeutas. Así de claro. En algún momento de aquella primera sesión pensé que el Ministerio de Educación (ahora que estrenamos Ministro) debería redactar un proyecto de ley por el que metieran en las cuadras a los estudiantes de psicología (sacándolos de las cafeterías de las facultades porque seamos sinceros, muy pocos son los que realmente asisten a clase, y muchos los que pasan la mitad, sino más, de la carrera conversando y probando diversas formas de tomar café o cañitas o comer cacahuetes mientras fumas un cigarrillo y mascas chicle y hablas de todo el mundo menos de ti mismo) y los caballos asumirían su lugar, recibiendo ellos las clases de psicología. Me apeteció en aquella primera sesión compartir mi idea peregrina con todos los presentes: que cuando los estudiantes pagasen la matrícula les llevasen directamente a una cuadra donde permanecerían durante 5 años metidos comiendo pienso y que el caballo correspondiente fuese liberado de ella y llevado al aula magna para comenzar su enseñanza. Sobra decir que no dije ni mú. Temí que pensaran que la terapia no estaba surtiendo efecto y me viese al cabo de unos días terapeando con grillos o alguna especie animal de las consideradas menores.

Aunque parece una tomadura de pelo lo digo completamente en serio. En mi vida, un caballo ha sido mejor terapeuta que una persona de carne y hueso. Para luego pasarme la vida defendiendo el poder de la palabra. Que lo tiene, sin lugar a dudas, pero el ojo de un caballo y su existencia tranquila muchísimo más. El silencio no deja de tener un componente atronador.

Los hombres, buscando respeto, nos olvidamos de ser. Un caballo no.

La equinoterapia no se trata de una disciplina donde se cura a través de susurrar al caballo al oído ni el caballo te «cura» (pongo cura entre comillas porque no hace falta estar «enfermo», de nuevo entre comillas, para equinoterapear) susurrándote a ti, ni quemar incienso, ni cantar mantras, ni siquiera necesitas ir vestido con ropa del Natura. Puedes hacer equinoterapia en minifalda de licra, en trikini, en tanga de pedrería, con un modelo de Carlos Díez o David Delfín o Bernard Wilhem o en un vestido de noche de Westwood o Yamamoto. Como si la quieres hacer desnudo. Al caballo le importa
un bledo como vayas vestido y le ves una vez, y quizá ya no más. Es una relación moderna, rápida, expeditiva y profundamente intensa. La equinoterapia no trata de bailar alrededor del animal, ni invocar al espíritu ancestral del padre de la yegua, nada parecido. De hecho lo más probable es que después de la experiencia, al contrario que en yoga y otras técnicas de relajación y meditación supuestamente elevadoras, te sientas como una pequeña mierda o profundamente feliz. Es lo que tiene descubrir cosas de ti mismo que ni imaginabas.

La equinoterapia se forma con sencillos ejercicios, tan simples y banales que resultan extremadamente complejos (no nos engañemos, sabemos cómo navegar por internet y construir reactores nucleares y aniquilar países enteros, pero a estas alturas de la historia aún no tenemos ni la más remota idea de cómo relacionarnos de tú a tú con otra persona). De eso trata realmente la equinoterapia: de cómo establecemos los vínculos afectivos a nuestro alrededor, de cómo nos acercamos al otro, de cómo reaccionamos ante sus necesidades, de cómo reaccionamos ante las nuestras, de cómo establecemos los espacios, de cómo respetamos, de dónde están nuestros límites, de saber reconocer los del otro, de cómo, en definitiva, queremos y cómo nos dejamos querer. Ahí es nada.

Si algo he aprendido con los caballos es que durante mucha parte de mi vida yo he sido un manipulador histérico, neurótico y autoritario, y claro, así no hay manera de que te quieran. Me he pasado la vida achacando mi sensación de abandono y rechazo al sobrepeso, cuando ahora lo sé, no tenía nada que ver con eso. Cuando te cuelgas del cabezal de un caballo como si fuese la última camiseta de las rebajas o como un mono de una liana y empujas con todo tu peso para conseguir que el animal dé un paso pero éste no lo da y tu ansiedad y frustración y consecuente cabreo van en aumento y el animal sigue sin moverse y entonces tú ya no sólo te cuelgas sino que empiezas a gritar y a apretar la mandíbula y a plantearte la posibilidad de darle una patada en el flanco para conseguir la más mínima atención o respuesta… cuando haces todo eso y te das cuenta de que esa es tu forma de actuar en general, no sólo con caballos que no quieren moverse, comienzas a plantearte tus técnicas diarias de relacionarte con el resto de seres humanos. Cuando una persona deja de llamarte o simplemente no quiere acostarse contigo o se acostó contigo pero ha decidido que ya no quiere volver a hacerlo o se ha liado con tu mejor amig@ y te acaban de confesar que están enamorados y se muda con el/ella y va a dejarte; cuando ocurre todo eso (y muchas más cosas), tú tienes la posibilidad de ponerle verde y montarte tu propia película y autoengañarte todo lo que quieras para mitigar la sensación de abandono, puedes llamar a todos los conocidos posibles para intentar deconstruir su vida social, puedes destrozar el apartamento o correrte una juerga esperanzado de que el pedo consiga olvidar por ti lo que tú no eres capaz. Pues espera a ver cómo un caballo sale corriendo y te da el culo, o simplemente te mira intrigado pero indiferente, aún sin moverse, con esos ojos expresivos como diciéndote: tú grita grita, que yo como quien oye llover, que estoy demasiado tranquilo aquí al aire como para dejar que me afectes. Entonces, ahí, en la pista, sin bares, sin apartamentos, sin teléfonos, sin amigos, comienzas a comprender la importancia de muchas cosas. Ahí empieza el trabajo.

De eso trata la equinoterapia, de entender que hagamos lo que hagamos, estamos acompañados en todos los días de nuestra vida y que la vida no es mucho más que eso: comunicación a través de la cual establecemos vínculos afectivos continuamente. Hasta con las plantas se habla.

Si algo he aprendido con los caballos es que estos animales (ahora soy MUY fan de ellos, ya os digo, más que de los psicólogos) son capaces de devolverte un espejo de ti mismo que es increíblemente duro de ver y experimentar, pero poderosamente revelador y necesario. Los caballos no te mienten. No tienen ningún interés en decirte lo que quieres oír, porque primero les das bastante igual (ya que no vas a cuatro patas ni eres el jefe de la manada) y segundo porque no reciben dinero mensual para contarte historias que te mantengan pegado al diván. Los caballos son lo que son y no se avergüenzan de ello. Los caballos te devuelven lo que das.

Yo un día emocionado, lloré al sentir que conectaba con uno de ellos. Esa conexión se basaba únicamente en respirar al ritmo en que lo hacía el animal. No era necesario nada más. Lo cierto es que ni me planteé emocionarme. Simplemente ocurrió. Eso también pasa muchas veces en la equinoterapia (y en la vida). En un segundo te ves desbordado por sentimientos y emociones que ni siquiera sabías que tenías.

Los caballos y la equinoterapia me han enseñado tantas cosas que sería imposible enumerarlas, pero tengo claro que si tuviese que quedarme con una elegiría el respeto. Con ellos, con esos animales de cuatro patas y pelo largo he empezado a respetar al otro, a conectar, a tener en cuenta lo que me rodea, a dejar ir, a querer, que no es poco.

Cada vez que veo un caballo, simplemente siendo un caballo, me ataca la seguridad de que aún me queda mucho por aprender de esos animales.

Algunas veces mientras equinoterapeaba pensaba maliciosamente lo felices que seríamos todos si en Passeig de Gracia o en la Gran Vía en vez de tiendas hubiesen puesto abrevaderos, para que las personas pudiesen estar encerradas en jaulas y los caballos pudiesen estar a su aire dominando la ciudad. El mundo funcionaría mucho mejor, os lo aseguro.

T: Javi Giner
F: Juanma Cabezón

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