LOS MUNDOS DE CORALINE

Durante varios minutos, exactamente hasta que Coraline, la niña de pelo azul protagonista, atraviesa por vez primera el túnel “mágico”, llegué a pensar que alguien con más cabeza de la que tenían los personajes de esta película debía haberle secuestrado y encerrado en un psiquiátrico o en un reformatorio de menores: así de coñazo me resultaban sus exabruptos generalizados, su moñerío insufrible, su queja constante, sus morritos de teenager animados y su soledad torturada de nihilista pesada.

Yo tenía una amiga que cuando alguien le contaba sus penas, ella las escuchaba en silencio atenta (normalmente fumaba un cigarro con las piernas cruzadas y asentía con la cabeza en el aire), con un rictus hierático de cariátide griega (que no movía ni un músculo, vamos). Al terminar de escuchar el drama, desplegaba una media sonrisa apaciguadora y respondía sonriendo (utilizando ese tono serio de las órdenes veladas y los consejos geniales, pero sin perder la sonrisa), mansamente: “Pues chica, quémate”. Sobra decir que el interlocutor que había compartido su tristeza, ansiedad y multitud de quejas y preocupaciones, no sólo no volvía a contarle nada más nunca a mi amiga (directamente, si no tenían ningún sentido del humor, le dejaban de hablar), sino que probablemente, después de escuchar el consejo supuestamente redentor, quizás se comenzaba a plantear el suicidio como una posible vía de afrontamiento a su problemática de vida.

Eso mismo (Pues chica, quémate) me daban ganas de gritarle a la pantalla y en especial a la niñata durante los primeros minutos de proyección. Mis deseos de que algún bicho típico de las películas scifi vintage (en animación por stop motion) se comiese a la protagonista de esta película eran prácticamente físicos. Me revolvía en el asiento, me rascaba todas las partes del cuerpo posibles, me preguntaba por qué uno de los personajes caminaba con la cabeza ladeada y era tan sumamente friki… Y pensaba que no duraría mucho en la sala de cine.

Pero entonces, la niña odiosa descubre la puerta, como Alicia el espejo, más o menos. Y todo, dentro del devenir de la locura y de la incomprensión, comienza a cobrar forma. Y empiezas a entender que ese coñazo preliminar es necesario, puesto que sobre él se cimienta la montaña rusa en la que estás a punto de entrar. Y sin ese comienzo, el viaje no será el mismo. Sienta las bases, vamos.

Que las niñas (y los niños y las modernas y ya cualquiera que use internet o vea “Gran Hermano”) son curiosonas y se pasan la vida dando por culo va de recibo. Que los cuentos infantiles tienen mensajito diluido en su trama y escondido en los recovecos de las escaleras, habitaciones, muñecas, mundos paralelos y en general, en cualquier detallito que se presente dentro de la narración también. Que el cuento infantil es probablemente una de las más altas formas de narración que existen… eso ya es opinión personal, cero objetiva. Y otra subjetividad más: me parece una absoluta maravilla envenenada el despliegue de la oscuridad malsana y pesadillesca de la que se nutren multitud de historias (supuestamente dirigidas a infantes) en estos últimos tiempos.

Aunque la realidad es que el cuento infantil nunca ha sido un caramelito dulce. Eso lo patentó Disney, con el encumbramiento del cine familiar y el buenrollismo generalizado. Pero los hermanos Grimm desde luego que no. De hecho, el verdadero cuento infantil es en muchos momentos un artefacto de una crueldad congojera y una dureza inusitadas, lleno de violencia latente y soterrada, de drama profundo y de miedos ancestrales.

“Los mundos de Coraline” nos devuelve a la pantalla a Henry Selick (esta vez en función de director, después de “Pesadilla antes de Navidad” y “James y el melocotón gigante”, y guionista, adaptando la novela de Neil Gaiman) y aunque en mi opinión la estética y animación de esta Coraline no llega a las cotas de maestría de “Pesadilla” (a mí me falta el toque Burtoniano por todos lados, qué le vamos a hacer), ésta sigue siendo una apuesta más que interesante y una alternativa muy digna a las producciones de Pixar (de las que por otro lado soy un fan absoluto).

Digamos que si Pixar es un algodón de azúcar posmoderno con olor a sitcom americana (en el mejor sentido posible), esta Coraline es lo resultante de escuchar el nuevo cd de Tori Amos (a la que por cierto la protagonista de esta película se parece un montón ahora que lo pienso) mientras te flipas solito en tu cuarto con una bolsa de chucherías y con un viaje de ácido.

Como en las grandes películas de animación, la creación de un universo personal, una estética de un romanticismo clásico y modernísimo y una selecta y maravillosa pasarela fulgurante de personajes secundarios (atención no sólo a la construcción dramática sino a los hallazgos del diseño de los personajes) completan un guión que se asoma a los precipicios de la creación y sale ganador con creces. Millones de referencias ante las que sonreirás no pudiendo impedir sentirte terriblemente reflejado en ellas se desplegarán en un mundo que de tan incomprensible, te resultará tremendamente conocido. El sentimiento de incomprensión creo que es un rito necesario en el crecimiento de cualquiera. Es algo de lo que sabemos todos. El perfecto juego entre el divertimento para los más pequeños y las referencias adultas hacen el resto.

Sólo queda situar bien el pandero y disfrutar como un enano con este viaje demencial.
Viendo Coraline si no llegas a cagarte directamente (lo confieso, soy cagón profesional en una sala de cine), te aseguro que como mínimo te provocará cierta incomodidad infantil. Quizá sea porque hay algo dentro de sus fotogramas que te recordará peligrosamente a todo aquello que poblaba tus pesadillas cuando eras pequeño. Arañas incluidas.

Por cierto, creo que en esta película está uno de los mejores personajes secundarios de la historia de la animación, junto a la Dori de “Nemo”. Me reservo el secreto de cuál. Cada uno que elija. Para eso están los cuentos.

Y recordad, de la misma manera que hay películas de dibujos que son más adultas que las de adultos, en nuestra realidad, y en las historias, cualesquiera que éstas sean, no todo es lo que parece. En este mundo de recetas instantáneas, no está mal que nos lo recuerden de vez en cuando.

T. Javi Giner

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