Algunas veces este tipo de películas me pillan con el día flojo, supongo, o quizás es que me emociono hasta con el envoltorio de las madalenas, que también puede ser. Un punto de lágrima fácil siempre he tenido. También es verdad que cuando se trata de la representación de sueños imposibles (con éxito o sin él, eso la verdad es que me da un poco igual una vez metido en faena), cuando el germen de la historia es el enfrentamiento con uno mismo, la lucha por realizar algo bien friki y catártico, de tocar un poco las pelotas, a nada que estén mínimamente bien contadas, yo me emociono. Soy defensor de las causas perdidas (mi defensa es directamente proporcional al grado de pérdida de la causa), no falla. Sea como fuere, me he emocionado viendo MAN ON WIRE, el documental que narra el ascenso (físico, espiritual y mediático) de Philippe Petit, un francés zumbao (como todos los soñadores que se precien) que caminó subido a un alambre colocado entre las dos torres gemelas el 7 de agosto de 1974, un payaso, un funambulista (el término “man on wire” significa precisamente eso) callejero de palabras ametrallantes y gestos e ideas inconcebibles.
Después de verla, o mientras la veía o puede que incluso antes de entrar en la sala (lo de contemporizar nunca ha sido mi fuerte), pensaba en el auge de este género que por sí mismo se está haciendo un hueco en el ojo y el corazón, con todo derecho, del espectador. No sólo me refiero a Michael Moore (que con toda sinceridad, me huele a producto y me aburre un trecho, sobre todo en sus acercamientos-post su magnífico “Bowling for Columbine”) o a esa pequeña joyita titulada “Lost in la Mancha” sino a otros ejemplos del documental elevado a la séptima, octava (y como en este caso, al piso 104 de unas torres desaparecidas) potencia. Me refiero a documentales como “Capturing the Friedmans” o “Tarnation”, dos de las películas (un documental también es una película) más emocionantes, verdaderas, exquisitas, tremebundas, cañeras, canallas, sensibles y necesarias de la última década. Dos películas que deberían pasar en la televisión pública en loop, veinticuatro horas al día, siete días a la semana.
MAN ON WIRE, en mi opinión, no llega a las cotas de esos dos ejemplos (aunque haya arrasado con los premios de medio mundo, Oscar incluido), pero se les acerca tímidamente y en diversos momentos roza la genialidad. No sólo es acertado el modo de plantear la trama, casi como si se tratase de un nuevo episodio de “Misión imposible” (de los buenos, los de antes, los de Martin Landau no los de Tom “moña” Cruise), el montaje y la música perfectamente sincronizados, sino que en su centro, este documental cuenta con un personaje TAN fascinante como todo lo que cuenta. Ese francés chaparrillo que se expresa tan efusivamente como Quentin Tarantino en pleno colocón de speed, un loco de la colina obsesionado, egoísta y necesario que teatraliza a la mínima de cambio su discurso y te podría vender una silla sin patas con toda seguridad, es de los de hacer un estudio del genoma humano para ver en qué momento la evolución (o la involución) crearon un código genético como el de este hombre. Sin poder olvidar una terna de secundarios dignos de las mejores películas de espionaje clásico (duelo de nacionalidades incluido) como ese hombre llamado Barry de bigote dalidesco o ese joven músico (con cara de Shrek) que, a tenor de sus propias palabras, fumó hierba durante 25 años a razón de porro diaria (con las consecuencias previsibles en la rapidez de sus palabras y gestualidad). Personajes, todos reales, con tales físicos y timbres de voz que estoy seguro que la directora de casting de Scorsese se debe de estar dando de hostias contra la pared por no haberlos descubierto antes.
Lo único que me chirría un poquito (qué pena que ensombrezca todo el conjunto) es la recreación a veces demasiado teatral de ciertas situaciones que acontecieron. En mi opinión tiene que ver con que el género documental, aunque una construcción cinematográfica, pertenece al terreno de lo real (en oposición a la ficción dramática) y en esos momentos el documental planea hacia una afectación que aleja al espectador inmediatamente. Sin embargo, uno entiende también que era necesario puesto que había que llenar con imágenes las largas confesiones de este equipo de causas perdidas, de suicidas revolucionarios.
Al terminar de verla, vuelves a calibrar la emoción de estas historias verídicas y quijotescas y en tu cabeza resuena la voz de ese hombre enamorado de imposibles (hasta cierto punto un hombre que todos llevamos dentro). Y te alegras de verle flotar en los últimos minutos de la película. Vamos que si te alegras. Te emocionas, de hecho.
Los sueños están MUY altos y no son imposibles, es inevitable pensar viendo las fotos de este marciano sobre el alambre a merced del viento y de la humedad y de la música de Erik Satie. Cuestan tiempo y tenacidad y un puntito de inconsciencia, además de rebeldía y una dosis positiva de locura. Pero ahí están, quizás no al alcance de todos, pero sí de muchos. De más de los que nos pensamos.
No está demás pensar que nadie en esta película se parece a Tom Cruise ni a Colin Farrell. Qué va, los de aquí son feos y bajitos, algunos incluso gordos, pero son éstos los que, quizás cagándose pata abajo, lo hicieron de verdad. Se enfrentaron a sí mismos, a sus miedos y obsesiones, desafiaron a la ley, a la física y a la vida. Y salieron victoriosos. Así, desde la humildad, va uno y recibe una pequeñísima lección de cine. Y de vida.
Si el Quijote se escribiese en esta época se hubiese olvidado de molinos y posiblemente estaría haciendo esto justamente: caminando en el aire. Como Jesucristo sobre las aguas, pero con un par de cojones, porque este si se llega a caer, la palma.
T: Javi Giner